La religión está atada a leyendas, parábolas, cuentos o como les quieran llamar aquellos que la usen en sus diferentes propósitos. Lo cierto es que en muchas ocasiones, son una verdadera prueba de fe.
En el siglo XVI, tres mujeres de buena posición llamadas “Las Felipas”, fundaron un convento dominico justo detrás del Templo de Santa Catalina de Siena, en la calle hoy conocida como República de Argentina, en la Ciudad de México.
Aquel templo contenía justo en la entrada una figura bastante afectada de un Cristo cargado con una cruz. Pero su apariencia iba más allá de lo común, realmente transmitía sufrimiento, dolor, pena, ese sacrificio que elevó como solución a nuestros pecados.
Severa de Gracida y Álvarez, una joven novicia que llegó al convento en busca de acercarse y servir a Dios, creó una fuerte empatía con esta figura, justo desde su llegada. Cada día, pasaba junto a esta imagen y rezaba con mucho fervor y devoción, todos le conocían por esto.
Con el paso del tiempo, ya conocida como Sor Severa de Santo Domingo, demostraba con mucha más fuerza aquella devoción a la figura, a pesar de su edad, sus enfermedades y sus dolores.
Una noche de tempestad y fuertes lluvias, aquella monja recordaba la figura del Cristo y pensaba en ir a cubrirlo, evitarle un dolor adicional al que demostraba cada día más ante los ojos de aquella devota, sin embargo, su enfermo cuerpo y débiles hueso no le permitían avanzar, por lo que entre oraciones comenzó a llamarle, en busca de recibirlo y acobijarlo.
Justo en ese momento, llamó a la puerta un mendigo que yacía mojado y hambriento bajo la lluvia, con la ropa destrozada bajo aquel vendaval. Sor Severa no se lo pensó y entre dolores y un alma servicial, atendió a aquel necesitado, con comida, ropas y abrigo para una noche larga.
Al día siguiente, el cuerpo de aquella religiosa fue encontrado sin vida, pero con un olor a santidad bastante fuerte, a rosas, además de una sonrisa de paz y bondad inigualable en aquel rostro complacido. Por otra parte, su rebozo o chal, fue encontrado sobre aquella imagen.
Al ser considerado un acto divino, fue bautizado como el Señor del Rebozo, la misma imagen que por más de 30 años recibió las oraciones de Sor Severa, la misma que fue adorada hasta que el Templo se convirtió en una biblioteca.